
Foto FCF
Por Giovani Casas
Especial para CBN
A finales de los 90 se esgrimió una de las tesis más revisadas (en este hemisferio, al menos) en los estudios socioculturales del deporte. Pablo Alabarces, sociólogo argentino, proponía el siguiente título: Lo que el Estado no da, el fútbol no lo presta.
La cuestión, como se supone, tiene inspiración sociológica. Alabarces, en esa sugestiva tesis, indicaba (con plena vigencia todavía) la potencia de las narrativas futbolísticas para imponer significados nacionales cuando el Estado desaparece como proveedor de identidad. En cambio, en momentos de fuerte politización sobre lo nacional, la centralidad de las narrativas futbolísticas decrece, hasta transformarse en pura mercancía mediática. Nada más a lugar.
Tras las esquirlas impresas en el alma luego de dos clasificaciones directas a dos mundiales consecutivos (Brasil 2014 y Rusia 2018), la selección venía fungiendo de manera simbólica y significativa como operadora de nacionalidad. Lo que Camus pensaba acerca del fútbol sintetizaba el caso colombiano: “Patria es la selección nacional de fútbol”. Ni el mercado, ni los mitos fundacionales ni el conflicto armado han logrado tanto.
No obstante, por razones que sólo el campo deportivo puede brindar, la selección parece desandar el camino de los éxitos difusos. Retornan, otra vez, la tendencia al cálculo de los puntos necesarios, la victoria escasa y los relatos de fe en las proezas mundialistas en decadencia. Dos participaciones decorosas en mundiales han derivado en una incierta cuarta posición en eliminatorias a Catar 2022. Y aun suponiendo, de manera anticipada (e ingenua), la posibilidad de estar entre los cinco, el momento futbolístico del seleccionado parece no clasificar ni como “pan y circo” ni como “opio del pueblo”.
¿Cómo ha pasado esto y desde cuándo? Bien, recordemos: efervescencia social, malestar en las capas bajas y medias colombianas y dos meses de paro con jóvenes en las calles reclamando garantías sociales al Estado. El fútbol no salió ileso. Hay que decir más: el propio ambiente del fútbol se rebeló contra sí mismo. ¿Cómo olvidar las manifestaciones de jóvenes hinchas a las afueras del Romelio Martínez de Barranquilla en los compromisos de América y Junior por Copa Libertadores? ¿Cómo ignorar los excesos de la fuerza pública a punta de lacrimógenos, armas de fogueo y aturdidoras? Y cómo no echar de menos ese legítimo autogol de la Federación Colombiana de Fútbol: por simular condiciones de orden público para realizar la Copa América 2020-1, terminó amplificando en medios de todo el mundo los abusos de la autoridad policial y la inestabilidad política del país.
En el manual, en la teoría, en el papel, los Estados deben realizar grandes esfuerzos para convencer a sus ciudadanos de que, en efecto, comparten una identidad nacional. Lo logran con sistemas de educación fortalecidos, con sistemas de salud eficientes, con sectores económicos robustos, con oportunidades de ascenso social y una esfera pública enriquecida. En la práctica los hechos son tozudos. Nada de nada. Cero garantías sociales para la gente. Lo que hemos visto y lo que han registrado portadas de los medios de todo el mundo y las organizaciones de derechos humanos es el Estado contra la sociedad. La estructura contra la antiestructura. Solo frente a tales momentos de crispación social y política urgía entonces la realización de la Copa América 2020-1 en territorio nacional. Es el tipo de acciones que históricamente el Estado colombiano ha puesto en marcha para convencer a sus ciudadanos de hacer parte de una comunidad imaginada. La apropiación del fútbol con el fin de obtener el apoyo de la nación.
Muy comprometida está la relación fútbol y patria por estos días. La selección naufraga, sin un juego claro, en el cuarto puesto de las eliminatorias a Catar. Cinco partidos sin anotar un gol. 472 minutos de acciones insustanciales. 17 puntos que salvan de no interpretar el eterno papel de los combinados de Bolivia y Venezuela. Lo que ha sucedido es tan grave que a muy pocos parece interesar esto. Una ojeadita por redes sociales basta para cerciorarse.
La selección no rueda, no genera entusiasmos nuevos y menos desempeña un papel integrador, cohesionador y generador de lealtades. Ella misma es hija de la Colombia huérfana de símbolos, de referentes colectivos y crecientemente absorbida por la violencia y la corrupción. O tal vez sea un símbolo precario, inestable, pero bien administrado por el periodismo. Por ahora, carece de la eficacia aglutinadora que se le conoce. Es en la calle y en los barrios, con las luchas de las muchachadas críticas del establecimiento y del fútbol, donde se juega esa comunidad imaginada llamada nación.
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