marzo 10, 2025

Dos libros, una eternidad: a propósito de Juan Rulfo

Sergio Chacón Peña. La niñez de este autor bien podría encajar en la diáspora de violencia nacional colombiana. Hijo de un padre muerto, nieto de un abuelo asesinado; arrancado de los brazos de su madre por culpa de una mortal enfermedad. Huérfano desde muy temprano, Juan Rulfo calificaría en su adultez el paso por los orfanatos donde vivió la mayor parte de su infancia, como infernal. El adjetivo no es gratuito, de hecho, es una apuesta sobre seguro si se piensa que de ese infierno surgió una de las prosas más bellas y contundentes del siglo pasado.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, fue dueño de una pasmosa parquedad de palabra, cuanto más cuando los esfuerzos por encontrar en su discurso más de unas pocas y bien pensadas expresiones, siempre llevaron a escuchar más la voz del entrevistador que la del entrevistado; baste con corroborarlo ante las imágenes borrosas y ennegrecidas de la televisión española de los años 70, cuando un azorado Joaquín Soler Serrano lucha enconadamente contra el mutismo casi absoluto del autor jalisciense.

Antípoda de los prosistas clásicos, Rulfo supo decir en pocas palabras lo que a otros les costaba una suma enorme de cuartillas. Quizá por esa razón su paso al Parnaso literario universal haya sido por vías de esa misma brevedad. Su primer libro, la colección de cuentos “El llano en llamas”, rebosante de pesimismo, descolla en símbolos y alusiones al campo mejicano, la aridez de sus paisajes, la abrasadora condición humana de sus gentes, sus conexiones con lo indígena, sobre todo en cuanto al lenguaje, que en el caso de la escritura rulfiana, compone una constelación amplia y rica en exceso.

El amor no es ajeno al universo literario de Juan Rulfo. Uno verdadero y quemante, el que duele y deja de lado las tradiciones cortesanas y de final feliz. En “Pedro Páramo”, su primera novela, el amor se pasea como un intruso en la existencia de los personajes y hace que en la delgada línea que separa la vida de la muerte, ese sentir sea una fisura por la que se filtran las aguas pútridas de la esperanza y la ilusión. Susana San Juan, la mujer que el caporal de Comala ama con pasión enfermiza, decide imaginar su vida con otro, un matrimonio onírico y de fábula en el que el propio Pedro Páramo no existe. En “Talpa”, Natalia y su cuñado hacen hasta lo imposible por acelerar la muerte de su esposo Tanilo para estar juntos, pero luego del deceso del engañado ella decide que su amante, el hermano de su marido, la ha hecho víctima de un pecado mortal y llora en los brazos de su madre como muestra indefectible del concubinato anulado.

Amo del símil y la metáfora, Rulfo supo desde siempre que la brevedad producía complejidad, pero la del mejicano es un laberinto disfrazado de poesía campirana; alude el narrador de otro de sus relatos: “la tierra se había caído para el otro lado” cuando  el alba anuncia el amanecer. Y otro más: “la luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso.  Estuvo un rato allí desfigurada, sin dar ninguna luz, y después fue a esconderse detrás de los cerros”.  Sobran las explicaciones.

Hablar de Rulfo no es nunca una empresa de brevedad. Sus textos, como sus palabras, carecen de una extensión acorde al contenido entre líneas, inmenso y multiplicador, cargado de connotaciones. Merecedores de más de una lectura, sus textos le han dado a su autor la calidad de mito literario, que incluso hoy, sigue siendo tan relevante como el primer día.