
Mariana Gers/Estudiante de Psicología/Especial para CBN.– La casa de doña Mercedes Valencia en el barrio Polvorines, Comuna 18 de Cali, es de cemento y está sin pintar. Sin embargo, las dos ventanas del segundo piso y la entrada están llenas de materas con flores amarillas, rosadas, naranjas y blancas. A pesar del gris, da la impresión que es una casa de campo. Toqué el timbre y me abrió la puerta una de sus hijas que me invitó a entrar. Cuando la vi en la sala, doña Mercedes estaba absorta mirando el cielo inmenso que se alzaba sobre la ciudad. Sus ojos sumidos en el recuerdo contemplaban con nostalgia un espacio ajeno para ella. “Es que extraño mi casa”, me dijo. En este punto, apoyó la cara sobre su mano.

-A ver, ¿qué quiere que le cuente?
– Lo que me quiera contar doña Mercedes —le respondí con cierta humildad y con una sonrisa que no me devolvió.
Suspiró y empezó a contarme su historia de forma escueta, sin detalles, siempre con el mismo tono de voz plano. Cuando terminaba una parte de la historia me miraba buscando que yo le hiciera más preguntas o que asintiera y tomara apuntes. “Y ya… Yo no entiendo qué más quiere saber”, a veces comentaba. Ante esto, una o dos veces me aventuré a preguntar más y otras preferí respetar su afán de olvidar por completo un episodio tan doloroso. Así pues, amables lectores, ya entenderán por qué tomé pocos extractos de la entrevista para el escrito que leerán a continuación.
Para Mercedes Valencia no fue fácil tomar la decisión de abandonar su finca en Cajibío, un corregimiento en el departamento del Cauca. Tenía tres hijas cuando decidió huir y dejarle a la guerrilla lo que quedaba de su propiedad. Ni siquiera la luz del sol la acompañó en su viaje de partida, pues salieron de noche para nunca más volver. Cuando llegaron a Cali, las luces de la ciudad reemplazaron la luz tenue de las estrellas del cielo campestre. En ese momento, Mercedes sintió que no había perdido todo y que la belleza estaba en todas partes (incluso en ese monstruo de cemento que llamamos ciudad). “Me fui con el corazón en la mano”, dijo con amargura. En ese instante, achicó los ojos y me dijo que la guerrilla era lo peor que le había pasado al país porque había destruido las ganas de quedarse en el lugar que ella habitaba. Cuando terminó su apasionada diatriba contra este grupo armado tenía las mejillas rosadas y estaba acalorada. Se paró de la mesa y me trajo un vaso de agua. “Disculpe, es que tan solo recordarlo me da rabia”, afirmó.

Cuando le pedí detalles de su llegada a Cali me lanzó una mirada agobiada y volvió a adoptar el tono cortante y frío con el que me recibió. Mercedes halló su lugarcito (como ella le dice cariñosamente a su casa) pero primero padeció la incomodidad en los semáforos, donde le preguntaba a la gente por un sitio donde cupieran ella y sus hijas. —Cualquier piecita me sirve —les decía. Sin embargo, como cualquier pieza es costosa en una ciudad, ellos le señalaban las montañas donde titilaban un montón de casas dispersas. —Señora, allá arriba seguro consigue algo —respondían.
Y lo consiguió, no una pieza sino una casa de flores, tierra y cemento en un barrio lleno de gente como ella: desplazada. Pero antes de sentirse parte de ese lugar, se sintió muy sola y extraña. “Es que fue muy difícil pasar del campo a la ciudad, la ciudad es muy grande, la gente no sabía nada de mí ni yo de ellos. Mire, yo a veces sentía que pasaba y ya la gente empezaba a hablar. Yo sabía que les estaba invadiendo el barrio pero prefería apretar los ojos para no llorar delante de nadie y quedarme acá por mis hijas. En ese momento, pensó en algo y sonrío por unos segundos. “¿Sabe? es que la gente ha sido muy querida, ellos empezaron a saludarme y yo me di cuenta de que eran buena gente y que también tenían sus problemas, como todo el mundo”, expresó doña Mercedes, cuyas heridas de guerra que llevaba en el interior empezaron a sanarse a través de la relación que forjó con la gente del barrio. De pronto, sus mejillas y su voz volvieron a encenderse, pero ya no por la ira contenida durante años sino por la alegría de haber hallado una comunidad, una vecina amable y un líder justo. Su trato conmigo siguió siendo distante, pero entre las pausas del relato me invitaba a preguntarle más, a esperar con ansias a que siguiera hablando. Su forma de narrar, seca y agresiva, se había transformado en algo envolvente y cálido. “Aquí todos nos ayudamos. El lema de la comunidad es: si me vecino está mejor, yo estoy mejor. No importa si eres de acá o de Nariño, de Guapi o del Cauca… Todos somos colombianos”. Y, fiel a la costumbre colombiana de pedir perdón por todo agregó: “Disculpe si alzo la voz pero es que me emociono”.
Se paró de la mesa y me trajo pan con mermelada y café. “Para que pruebe… Es la panadería de aquí, es muy rica”. Yo comí con gusto lo que esta mujer me ofrecía para hacer parte de este paraíso perdido que ella había encontrado. Entre tanto, también me mostró las materas de su casa hechas con materiales reciclables. “Esta florecita que usted ve aquí solo crece en clima frío pero yo la he hecho crecer aquí”, me comentó orgullosa.
Cuando me despedí de doña Mercedes entendí por qué su casa tenía tantos arbustos. A lo lejos, su casa era un oasis verde en medio de la ciudad, como si con las flores y hojas doña Mercedes quisiera traerse un pedazo de la montaña que le arrebataron. Así, jugando con las formas y colores de la naturaleza esta mujer rescataba lo que en su corazón estaba ya muerto: la identidad campesina.
Un texto atrapador. Breve, pero con un contenido consistente. La historia me refleja situaciones de otros paìses de América Latina, como el mío, El Salvador.