marzo 10, 2025

La secta de Borges: a propósito de los mimos de mamá

Sergio Chacón Peña. Borges está sentado en un viejo sillón de la era de los Luises, a su lado con gesto torvo una dama que desafía al observador. Borges no mira a la cámara, de hecho, sus brazos cruzados delatan desinterés; la mujer gruñe con los ojos y rasga la escena definitivamente. El monocromático escenario destella una luz blanca desde la derecha, justo del lado de la señora que opaca al caballero que la preside en el encuadre. Ella le dio a luz hace casi 70 años pero se percata de la amenaza como si fuese la primera vez. Sabe que su instinto no le ha mentido nunca.

No es difícil imaginar a un Borges timorato y de habla entrecortada. Tampoco es complicado observar a través del vidrio de la historia a un Borges tímido y vacilante tratando de organizar el galimatías de su escaso cabello y escondiendo entre las manos el peine y la ilusión.  Embarazoso sería un adjetivo más preciso, que el propio Borges de seguro desecharía por considerarlo escaso de efectismo, cargado de una sensación grávida que él nunca compartiría.

El niño Borges, cuenta la leyenda, devoraba con apetencia insaciable todo lo que tocaba y pudiese leerse; años más tarde todo lo que tocara lo convertiría en literatura. Sin embargo, dentro de los arrojos inquebrantables de su apetito intelectual, jamás encontró las orillas de un universo que alcanzó a palpar sólo a la distancia, a través de sus ojos moribundos y que lo envolvían todo en una espesa gelatina amarillenta. Aquella materia viscosa se convirtió en un secreto pesado e informe.

Ya en “La secta del Fénix”, Borges, absoluto contemplador, endilgaba la responsabilidad de enseñar ese secreto a “los individuos más bajos. Un esclavo, un leproso o un pordiosero hacen de mistagogos”. La oscuridad acompañaba la realización del rito que comprendía el secreto; los lugares tampoco carecían de futilidad: “No hay templos dedicados especialmente a la celebración de este culto, pero una ruina, un sótano o un zaguán se juzgan lugares propicios”. El sexo fue para Jorge Luis Borges el mayor de los secretos y la más detestable posibilidad.

Se juzgaba horrendo. Se horrorizaba de sus “carnes” y le avergonzaba lo que le devolvía el espejo; de ahí que en su literatura estos portales reflejantes siempre son abominables. Las mujeres de las que se enamoró, que no fueron pocas, de seguro sintieron su inseguridad, su falencia infantil, su imposibilidad de comportamiento instintivo, y huyeron despavoridas; por lo menos las que más amó.

Borges se sentía abatido e intimidado ante la irrefrenable emergencia del sexo. Cada vez que se acercaba a una mujer de seguro sabía que la banalidad de la vida siempre conducía a la manifestación animal, primitiva y natural del sexo. “Me duele una mujer en todo el cuerpo”, dice el hablante lírico al final de “El amenazado”, cuando ya ha dicho que tiene que “ocultarse o huir” ante la inminente llegada del amor.

No hay que juzgar mal a Borges por rehuir al enfrentamiento con Cupido, de hecho, los razonamientos del argentino acerca del sexo y su práctica, además de su ocultación máxima detrás de las líneas en “La secta del Fénix”, corroboran tanto su postura ultraconservadora como la obsesión que hervía por su madre, Leonor Acevedo.

Los amigos del psicoanálisis dirán que un irreprimible Edipo se cernía sobre Borges en la relación con su madre, quien incluso tuvo la última palabra en la decisión sobre con quién debía casarse su hijo por primera vez. Borges contaba con 68 años y contrajo matrimonio con Elsa Astete de 58, corría el año 1967. La unión duró poco porque la madre se arrepintió ya que Elsa no sabía atender a Georgie como era debido, “por ejemplo, Elsa no sabía hacer las corbatas, entonces le compraba las corbatas que venían con el nudo hecho”, cuenta Alejandro Vaccaro autor de una extensa recopilación biográfica acerca del autor titulada  «Borges: vida y literatura».

Vaccaro es contundente al afirmar que Borges sostenía un “matrimonio” con su madre, una suerte de incesto sin contacto físico; idea que evoca a la pareja de hermanos de “Casa tomada”  de Julio Cortázar; salvo que para Borges lo tomado no fue una casa sino su sexualidad y quién la toma no es un ente sobrenatural sino nada menos que su propia madre.

Nadie en sus cabales se atreve a juzgar la calidad de la obra de Jorge Luis Borges, huidiza de lo común, fundadora de múltiples realidades alternas a la que le mostraba una figura materna aplastante, y que fundó incluso una forma nueva de filosofar sobre el tiempo y el espacio. Borges es, en todos los aspectos de su vida y de su obra, una leyenda.

El tinte más curioso de dicha leyenda, narra por qué hay que agradecer a un curioso periodista que se encargó de preguntar a Borges (al oído) en qué consistía el secreto que ocultó tan hábilmente en “La secta del Fénix”, a lo cual el propio autor le susurró: “es lo que el marido sabe, gracias al acto de engendrar”; el reportero consultó con la mirada a su alrededor y confirmó que  doña Leonor no estuviera cerca, por si su sombra demoledora acaso pudiera arrebatarle la primicia.